Cronicas de Faerun
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Trasfondo de Sergey Petrov

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Mensaje por Perturabo Jue Sep 24, 2015 6:21 pm

Era una habitación pequeña, habitada de una estantería llena de libros y poco más, madera como suelo, paredes concomidas por el paso del tiempo. Y allí se encontraba, frente a la gran mesa de madera, tallada en una sola pieza, con los característicos rasguños del uso en su tablón, a la luz de la escasa vela que mantenía su fuego intacto a duras penas, siendo bañada por la cera desbordante. No hacía más que mojar su pluma en el tintero y hacer borrones en vano: no parecía inspirado. Un pergamino malgastado tras otro, buscando, cualquiera de ellos, ser el apropiado para aquel comienzo.

Tras muchos intentos, secó las gotas de sudor que caían por su rostro y comenzó su escritura:

He de decir que la historia que marca mi vida no comienza en mí, sino en mi progenitor, mi padre, la figura por la que he sido criado, el reconocido obispo de la iglesia de Santa Sofía de Novgorod, capital de la República de Novgorod, donde se inicia la inmensa agonía por la que mi padre debió pasar. Esta iglesia, cuentan que era una de las más antiguas oficinas de la Iglesia Ortodoxa Rusa, de ascendencia griega. Mi padre, el obispo, se caracterizaba por ser alguien de gran intelecto, con una férrea personalidad y, por tanto, autoritario. Era ser de fe y honor, lo que le hizo ser visible a ojos del Santo Padre.

Tras grandes esfuerzos a lo largo de su vida, dándose a valer, pudo llegar a formar parte del Colegio Cardenalicio, aunque su dicha no logró a ser duradera:

A pesar de los grandes esfuerzos de mi padre, seguía siendo alguien de alma humana, susceptible de cometer fallos, los cuales, sumados a la gran envidia de la que era protagonista por parte de algunos de sus compañeros de oficio, dieron lugar a una serie de desdichas que hicieron que se diera a conocer el más grave de sus deslices: un hijo bastardo.

Bien es conocido por todos, que el celibato no es santo de la devoción de la mayoría de los religiosos. Mi padre había conocido a la que sería mi madre, una figura desconocida para mí, a la que hoy día ardo en deseos por conocer, si es que la vida aún se apodera de ella. Ambos ardían en deseos el uno por el otro, se citaban en la parroquia a escondidas, tras las miradas ignorantes que creían que aquello era una simple relación de obispo-creyente. Cuál fue el error de los dos que se creían suertudos, cuando mi madre supo de su embarazo.

Discutían a escondidas en el mismo sitio donde se amaban hasta la fecha. Ella era una villana cualquiera, sin riquezas con las que poder mantener a un hijo, al que ni se planteaba dar a luz en aquel momento. Sin embargo, mi padre, con sus grandes facilidades como obispo, quería tenerlo, cuidarlo, ocultarlo siempre como alguien de su descendencia. Como era de esperar, mi madre me dio a luz en mitad de la noche en la parroquia, con ayuda de mi padre. Los lloros de mi yo neonato inundaban la noche estrellada que fuera de aquella iglesia tenía lugar. Fueron acompañados por los de mi santa madre cuando fui arrebatado de sus brazos con la excusa “Es por su bien, tú no podrías mantenerlo”. Por mucho que mi madre, tumbada en el suelo, convaleciente por el parto, gritara, suplicara, llorara, mi padre no sucumbía a ella y se mantenía firme en su postura, pretendiendo llevarme lejos de ella. Por ello es por lo que ni siquiera, hoy día, tengo una leve idea de la forma facial de la mujer que me trajo a la vida, algo que creo que jamás podré perdonar a mi padre.

Se dirigió hacia la puerta, pero sería antes de salir de la Iglesia cuando un grupo de sacerdotes envidiosos agolpados a las puertas, señalaron con el dedo al Obispo. Lo sabían, lo habían visto todo, y no serviría de nada negarlo ante ellos y el Santo Padre. Habían visto nacer la relación y al resultado de ella. El fin de la carrera profesional de mi padre había llegado cuando su delito quedó al descubierto. Tras una larga discusión que duró hasta el amanecer, los sacerdotes presentaron una denuncia formal ante el Vaticano, donde, con ayuda de manos no inocentes, se llegó a la conclusión de que el mejor castigo sería la excomulgación.

Mi padre no creía capaz de comprender que por algo así fuera excomulgado, pero teniendo en cuenta que más de una vez hizo pasar por aprietos a muchos de sus compañeros por culpa de su honestidad, la moneda le había sido devuelta.

Pasaron unos días y la orden de excomulgación llegó al Obispo, haciéndole recoger todas sus pertenencias de la Iglesia. Con todas sus cosas, mi padre se presentó en casa de mi madre, donde me hallaba con ella. Aunque no sé mucho sobre el tema, ya que mi padre nunca quiso contármelo en profundidad, está en mi conocimiento que tuvieron una larga discusión, y que finalmente, mi padre me arrebató de los brazos de la mujer que me dio a luz y la dejó allí tirada, sin querer saber nada más sobre ella. Ahora sólo tenía una preocupación: darme el mejor futuro que pudiera y dejar atrás todos los errores cometidos.

Estuvimos viviendo en una modesta casa a las afueras de la ciudad durante los siguientes ocho años. Mi padre me mantenía como podía, buscando cualquier trabajo, por mísero que fuera el sueldo que recibiese por él. Aunque no fui a la escuela, pasaba gran parte de las horas que tenía el día en la biblioteca de las cercanías de mi casa. Es así como mi afición por la lectura, totalmente apoyada por mi padre, nació en mi interior.

Con apenas ocho años de edad, había leído casi en su totalidad los libros de las estanterías: novelas de terror, aventuras, amor de todo tipo… de hecho, en mi mente cabe recordar que esas horas eran mis favoritas del día dado que no estaba solo allí. Junto conmigo, a veces había otros niños y el dueño de la biblioteca, un señor de avanzada edad, con abundante barba blanca, y arrugas colmando todo su rostro y cuerpo. Era grande el aprecio que le tenía, ya que fue prácticamente un padre para mí, mientras el biológico luchaba por sacarme adelante.

Un día, como otro cualquiera, mi padre vino a recogerme de la biblioteca después del trabajo para ir a casa a cenar y descansar, sin embargo aquella noche, él me tenía preparada una noticia: En su actual trabajo como repartidor de agua, había conocido a un gran número de personas, muchas de ellas muy importantes. Parece ser que uno de esos magnates se percató de quién era mi padre. Éste se le acercó y comenzó a hablar con él, con la excusa de haberlo reconocido por su inspirador y respetable trabajo como obispo. Debido a que el desconocido hombre admiraba a mi padre por su gran sabiduría, decidió contratarlo como maestro particular para sus hijos, más aún cuando mi padre le contó sus condiciones, como que tenía un hijo al que cuidar y ni siquiera podía permitirse respirar más de dos veces seguidas por falta de tiempo: simple conversación de trabajador-cliente.

Me alegré mucho por mi padre, pero a la vez me entristeció la idea de dejar todo lo que había vivido con mi corta edad, dejar atrás a mi viejo bibliotecario, al cual le hice una visita la mañana siguiente, justo antes de partir con mi padre tras hacer la mudanza. Me adentré en la biblioteca, y comencé a buscarlo entre todas las estanterías. Lo encontré en el mismo sitio en el que siempre solía estar, al final del edificio, colocando los libros que había desordenado yo la noche anterior. Llamé su atención y le expliqué todo con aire de tristeza. Mi viejo se postró sobre sus rodillas, para mantener su rostro a la altura del mío, me cogió de la barbilla suavemente y me dedicó una sonrisa: “No te preocupes, niño. Sé feliz en tu nuevo hogar. No dejes que nadie te pisotee. Y hazme caso en algo… jamás hagas una promesa de la que te puedas arrepentir el día de mañana”. Palabras que significarían mucho de no haber sido por mi inocencia infantil.

Así pues, mi padre y yo partimos hacia la gran mansión de Nikolay, el hombre que había contratado a mi padre como educador particular de sus hijos, donde nos acogió a mi padre y a mí, tratándonos como a uno más de la familia que él mismo había formado. Quien no nos trató jamás como a uno más fue su esposa, una mujer de semblante serio con un toque amargado, quien siempre me miraba por encima del hombro: parece ser que no estaba a la altura para rodearme de personas de su condición, por mucho que mi padre hubiera sido el Obispo de Novgorod. Al igual pasaba con sus dos hijos, Montya y Arkady. Sin embargo, Anastasia, la hija de Nikolay, que tenía mi misma edad, siempre empleó su tiempo en hacerme sentir mucho mejor, compartiendo su afición por la lectura conmigo.

Pasaban los años, mi padre seguía desempeñando su función de educar a sus tutelados, junto conmigo, ya que decidí unirme a las clases con mis “hermanos” adoptivos, aunque eso jamás pudo satisfacerme, cosa que sólo pasaba en mis horas muertas en la extensa biblioteca de la casa. Recuerdo que una vez me encontraba solo en el comedor, leyendo un libro, cuando se me acercaron los dos hermanos varones de Nikolay. Aunque yo intentaba hacer oídos sordos, los dos sólo me preguntaban el porqué de mi presencia en su casa, ya que yo había sido un hijo bastardo y no pertenecía a la misma categoría social que ellos. Con nueve años, no se soportan esos comentarios de ninguna de las maneras, y mi primera reacción fue tirarle el libro que sostenía en mis brazos a Arkady. Rebotó sobre su cabeza, ocasionándole un pequeño corte en la ceja, y después cayó al suelo, lo que conllevaría que Montya se abalanzara sobre mí, me cogiera de la pechera de mi camisa y me levantara un par de palmos del suelo, listo para apropiarme la venganza por la herida que mi libro le había hecho a su hermano. Fue uno de los muchos abusos que sufrí por parte de esos dos hermanos, pero, por suerte, en aquel momento entró la dulce Anastasia y con voz fina, pero autoritaria, pidió a sus hermanos que me dejaran en paz. Asombrosamente, éstos les hicieron caso y me soltaron en el suelo de mala manera, después, se fueron.

No me sentía en el derecho de contarle a mi padre el tipo de personas que eran ambos hermanos, no podía ponerle en semejante compromiso, por lo que no me quedaba otra opción que tragarme mi orgullo a tan pronta edad.

Transcurrió el tiempo y mi padre cayó en una grave enfermedad que le impedía levantarse de la cama. Para mi desgracia, esto incrementó los abusos por parte de los “Hermanos terremoto”, se ve que la presencia de mi padre los apaciguaba. Apenas tenía once años y, una vez más, mi educación se vio tutelada por los libros.

Con unos quince años, me encontraba tirado en el césped del jardín de la casa, junto a Anastasia, compartiendo libros y risas. Nos habíamos ido llevando muy bien a lo largo de toda nuestra niñez, ella me hacía sentir tan bien, tan a gusto, era tan amable… su sonrisa me hipnotizaba y era adicto a ella. Se puede decir que fue mi primer amor. Mientras disfrutábamos con nuestras cosas, sus dos hermanos practicaban con espadas funcionales el arte de la lucha -cosa a la que jamás le encontraré utilidad-, pero nuestras sinceras risas los alertaron, dejaron sus quehaceres y se dirigieron hacia nosotros.

- ¿Qué te hace tanta gracia, bastardo? -me preguntó Montya, mientras Arkady sólo asentía. Ambos me recordaban al típico dúo de matón y disminuido mental-.

- Sólo me estoy riendo con tu hermana. No es cosa tuya.

Mi atrevimiento me iba a costar caro, ya que no le gustó que yo no le contestara lo que él quería oír. Para mi sorpresa, tan sólo soltó una de sus sarcásticas carcajadas y me lanzó una de las espadas.

- Levántate, quiero ver cómo manejas la espada. Muy bien seguro que no.

- No voy a jugar a tu juego, sólo quiero leer -le contesté-.

- He dicho que te levantes, ¿o no te atreves?, ¿qué?, ¿eres una niña y por eso te gusta tanto estar con una niña?

¿Cómo pude caer en su juego? Me creía más inteligente que todo eso. Mi lado más mandril me empujó a levantarme, coger la espada y colocarme en posición de defensa, o al menos lo intenté, ya que ambos no podían parar de reír.

Montya corrió hacia mí, y comenzó a apropiarme golpes con su espada mientras yo me defendía como bien sabía. Me sentía como pez fuera del agua y él lo notaba, pues yo apenas podía sostener con firmeza la pesada espada y él se aprovechaba de su gran experiencia y años de entrenamiento con las armas.

Mi resistencia física llegó al límite, y en uno de los golpes, caí al suelo, pero no fue motivo para que aquél parase: siguió dándome golpes, incluso llegó a romperme una costilla. No sólo tenía que lidiar con la humillación que estaba sufriendo por su culpa, sino con el dolor que él y Arkady, que se había unido a la paliza hacia mí, me estaban propiciando. Tan sólo rezaba al creador para que alguien parase esa escena.

Mis ojos agazapados en el suelo junto con el resto de mi cuerpo, sólo veían los golpes que llovían, y cuando creía que iba a perder el conocimiento, Anastasia se levantó:

- ¡Arkady!, ¡Montya!, ¡parad!, lo vais a matar.

Ambos cesaron con la paliza y miraron a su hermana, yo permanecía esperando a que le hicieran caso, y así, ella, sería mi heroína una vez más de tantas. Como no parecieron muy convencidos con el argumento de su hermana, quisieron seguir, pero oí las palabras que me hicieron más daño que el propio dolor físico que estaba sufriendo: “Parad ya… ¿no veis la clase de persona que es, que ni siquiera sabe defenderse?, no merece la pena”.
Debido al barullo que estábamos formando, apareció Nikolay, quien, junto con mi padre antes de enfermar, y Anastasia, hasta ese momento, me había estado apoyando desinteresadamente.

- ¿Qué diablos estáis haciendo, malnacidos? -les dijo Nikolay a sus hijos-, vergüenza debería daros tratar así a una persona igual a vosotros. Parece mentira que me haya gastado tanto dinero y esfuerzo en mantener una buena educación para vosotros -siguió diciendo mientras les daba una fuerte colleja a cada uno-. Quiero que vayáis cada uno a vuestro cuarto y recapacitéis sobre lo que acabáis de hacer. Mientras tanto, tú ve a que la curandera te mire esas heridas y te dé un remedio -dijo, dirigiéndose a mí-.

Así pues, me levanté como pude. Anastasia me había ofrecido su mano para ayudarme, pero la aparté con un seco manotazo para dirigirme por mi propio pie a recibir mis curas.

Tras unas largas horas, Nikolay vino a verme a mi habitación cuando ya estaba vendado casi todo mi cuerpo. Se sentó al borde de la cama y estuvo hablando conmigo largo y tendido. Estaba avergonzado de sus propios hijos, ni él mismo se explicaba cómo había podido criar a dos monstruos de tal calaña.

- No se preocupe, Nikolay, no se lo tendré en cuenta. Las cosas que más parece que duelen, son las que menos afectan, y simples palabras son las que marcan el corazón de uno de por vida. Sé perdonar a quien hace daño, y no debe avergonzarse de su estirpe.

Nikolay me echó un brazo por encima del hombro seguido de una leve palmada en la espalda. “Levántate” -me dijo-, “Quiero enseñarte algo que no le he enseñado antes a nadie de mi familia. No sabrían apreciarlo, y creo que tú sí sabrás. Vayamos dando un paseo”.

Dicho y hecho, fuimos dando un paseo alrededor de la finca, enseñándome todo lo que antes no habían apreciado mis ojos. El terreno era enorme, mucho más que la casa, que ya era decir. El exterior estaba lleno de césped bien cuidado, árboles, flores, lo que hacía que reinase la armonía en el jardín. La casa, aunque antigua, se sostenía en condiciones y se dividía en tres plantas, junto con un sótano, destinado al almacenamiento de todos los utensilios necesarios en una casa de ese calibre y a la cocina. A la vez que veíamos todo, Nikolay me contaba alguna de sus experiencias de cuando éste era más joven y, para finalizar el paseo, dijo que quería enseñarme el último lugar de la casa que pensó que podría enseñarme. Nos acercamos a unos matorrales, cerca de las perreras. Apartó unos hierbajos y abrió una puerta oculta entre los ladrillos del muro de la casa. Tras forcejearla levemente, Nikolay la abrió, dando paso a un largo pasillo, cuyo fin no parecía tener lugar. Avanzamos por el frío corredor, y finalmente llegamos a una puerta cerrada con llave. Mi acompañante, serio y cauteloso, abrió la chirriante puerta que accedía a unas empinadas y estrechas escaleras dirección al sótano. Nikolay pasó primero para encender algunas antorchas y me advirtió sobre la cautela que tendría que tener al bajar, pues los escalones estaban cubiertos de moho y humedad.

Cuando la penumbra disminuyó, me invitó a bajar, advirtiéndome una vez más sobre las resbaladizas escaleras. Me dispuse a ello, y conforme iba bajando, la luz tenue de la antorcha me mostraba la habitación.

Mil escalofríos recorrieron mi cuerpo cuando yo vi aquello. Aquel lugar me inquietó al instante, lo que se podía ver claramente en mi rostro. Toda la sala estaba llena de instrumentos de tortura: una silla con correas en los brazales y forrada con clavos, un par de jaulas abiertas colgadas del techo, cadenas unidas a las paredes y una variedad importante de todo lo anterior oxidado. Nikolay se apresuró a explicarme que fue una antigua sala utilizada para sacar información, actualmente sólo servía para poder estar en silencio consigo mismo. Aunque eso no me tranquilizó demasiado.

Al fondo de la sala se podía ver una puerta entreabierta, nos acercamos a ella y entramos en la habitación contigua, iluminándola pobremente con nuestra antorcha.

En el centro de la habitación se encontraba lo que parecía ser un altar, sostenido por seis columnas de mármol negro de un grosor considerable, al cual se acercó Nikolay, agachándose frente a un cofre de madera, muy antiguo por su aspecto, junto al altar. De él sacó una extraña daga, de hoja afilada y brillante, mango exageradamente largo y con símbolos inscritos en ella, ilegibles para mí.

- Nikolay, no pretendo que se me malinterprete… pero estoy exhausto -dije mientras el hombre se acercaba hacia mi-, ¿podríamos regresar mañana al alb…

Cuál fue mi sorpresa, que la respuesta fue un inesperado tajo en mi mejilla. Me aparté de Nikolay lo más rápido que pude, aún torpe por las heridas ocasionadas por los mandriles de sus hijos, y me llevé la mano hacia la herida sangrante, mientras lo miraba sin explicarme el porqué de su reacción. Mis ganas de irme de allí eran imperiosas, así que me dirigí rápidamente hacia la puerta, pero estaba cerrada: “¡Demonios! -pensé-, ¿cuándo se había cerrado el portón? Recordaba haberlo dejado abierto tras mi paso. ¿Qué significaba aquello? Apenas era un adolescente que se había dedicado a los libros. El miedo correía mis entrañas, no sabía qué hacer, si atacar o no. ¿Era ése el momento de mi muerte? No, por favor, yo no quería morir, pero tampoco quería demostrarle a aquel hombre el joven asustado que realmente era.

Armándome de todo el valor que encontré dentro de mi ser, agarré con firmeza el primer objeto afilado que encontré a mi lado, y me acerqué cauteloso con él hacia Nikolay, el cual se encontraba frente al altar, de rodillas, rezando en un idioma que ni entendía ni quería entender. Su rostro ni se asemejaba al del Nikolay que yo conocía.  Le supliqué una vez tras otra que me dejara ir, pero no parecía reaccionar a mi voz, por lo que, antes de que me pudiera rematar lo que empezó, grité y le propicié un rasguño a lo largo de toda la cara, con la fortuna que le afectó al ojo, dejándoselo inundado en sangre y ciego.

Aprovechando su dolorosa distracción mientras su boca escupía improperios hacia mí, subí de nuevo las escaleras, aún a sabiendas que la puerta iba a permanecer cerrada. Nikolay, aún con su ojo sangrante, subió las escaleras enfurecido con afán de herirme, con tan mala suerte que resbaló y cayó rodando escaleras abajo. Me apresuré a bajarlas con cuidado, aún armado, por si acaso, para comprobar su estado. Cuando se incorporó, pude ver como se había clavado la daga en el abdomen, craso error fue el retirársela de allí, pues el abundante sangrado le produjo la muerte, casi de inmediato. Quedé totalmente paralizado por el terror y la agonía de no saber qué hacer en aquella habitación y con un cadáver frente a mis ojos, pero al poco pude reaccionar e intentar buscar la forma de escapar de aquel lugar.

Registré el cadáver de Nikolay en busca de alguna llave que me permitiese abrir la puerta, pero fue en vano, en sus ropas no había nada que sirviese para escapar de allí. Me dirigí hacia la habitación donde se encontraba el altar. “Tal vez guardó la llave en el baúl antes de sacar la daga”, pensé esperanzado, tan solo para encontrarme con que el baúl estaba completamente vacío.

Cuando ya no sabía dónde más buscar, cuando empezaba a pensar que aquellas estancias serían mi tumba como lo fueron para Nikolay, me topé de brices con algo que no se me olvidará en la vida.

Estaba ahí, frente al cadáver Nikolay. No hacía nada, ni había movido un dedo tan sólo. Aquel ser tenía forma humanoide, pero era exageradamente alto, con una lustrosa piel pálida y cabello negro. Era hermosa por no poder quitarle la mirada de encima pero escalofriante, del mismo modo que una tormenta eléctrica puede serlo. Mi cuerpo no reaccionaba en ese momento. Ni siquiera el miedo que había sentido al ver a Nikolay abalanzarse sobre mí, podía compararse con el terror de aquel momento. De la impresión, caí al suelo y mis ojos se inundaron en lágrimas de miedo, momento en el que “ella” me dirigió su pavorosa mirada. Definitivamente, había llegado la hora de morir. No iba a poder escapar de semejante ser, las convulsiones ocasionadas por el terror del momento comenzaron y pronto me eché las manos a la cabeza. Mi muerte era inminente, y mis lagrimas aún más abundantes.

Sin embargo, la criatura me escudriñó de arriba abajo, y tras un silencio que parecía no tener fin, se pronunció:

"El miedo te hace transparente, bastardo de Santa Sofía de Novgorod. No puedes ocultarme nada... te veo."

Su voz era confusa, no sabía si me agradaba o me inquietaba. Áspera e intimidante, era como la arena, se amoldaba tan cómodamente como cuando en una playa la pisas, se acomodaba en tu oído y penetraba dulce y agresivamente a su vez. Conforme hablaba de forma parsimoniosa, podía percibir cambios de tono dentro de una misma emisión, como si decenas de almas perdidas en el limbo del mundo hablasen cuando ella lo hacía.

"Tan joven, tanta inocencia, tanto dolor. Se lo que tu corazón anhela con vehemencia, aquellos deseos que solo en sueños puedes alcanzar. No me temas, pues yo puedo hacerlos una realidad, aquí y ahora."

Me ofreció satisfacer mis mas ansiadas y egoístas ambiciones, poder ser respetado por el resto de personas que me rodeaban, ya fuera por riquezas o por fama, más aún teniendo a mi padre moribundo en su lecho desde hace ya unos años. Sólo me hizo falta pensar en todo ello, ni siquiera llegué a decirlo en voz alta, por miedo a lo que pudiera afectar aquello. A continuación, aquel ser formuló las siguientes palabras:

“Así se hará. Obtendrás las riquezas y la fama que ansias. A tu padre llevarte podrás, más el deseo que ansias no es gratis. El alma de tu primer y único primogénito como pago en su momento me llevaré.”

En un mísero parpadeo, la criatura desapareció sin dejar rastro alguno; y la puerta, aparentemente cerrada a cal y canto, se abrió con un chasquido.

Logré salir al exterior, temeroso de lo que pasaría cuando todos descubriesen lo que había pasado. Cuál fue mi sorpresa que, al llegar al castillo, una de las criadas se postró y  se refirió a mí como “mi señor”. El pacto había sido cumplido, no habían sido imaginaciones mías. Pregunté por Anastasia, pero nadie supo decirme quién era aquella, al igual que con los nombres de Nikolay y el resto de la familia Petrov. Es más, ahora, la familia Petrov éramos mi padre moribundo y yo.

Por muchos años que pasaran, mi padre nunca llegó a encontrarse bien como para salir más allá del borde de su lecho. Todo mi pasado marcó mi carácter, por lo que nunca supe administrar una familia tan grande como había sido aquello, por lo que le confié casi todo a mi ama de llaves, quien me encontró a la que es mi esposa actualmente, a quien no le tengo ningún tipo de afecto más allá del de la amistad, pero con quien me veía obligado a tener las relaciones básicas de un matrimonio.

No tomé en cuenta la atrocidad que hice hasta que mi mujer me comunicó que había quedado embarazada y me iba a dar un hijo. Mis manos fueron automáticamente a mi cabeza, sólo pensaba en qué había hecho mi yo adolescente, en cómo alguien con mi inteligencia pudo ser vencido por la codicia. Había condenado al hijo que mi mujer llevaba dentro de sí a vivir una vida desalmada en su totalidad. Tenía que romper aquel maleficio de alguna manera. Investigué con toda mi alma, no paraba para comer, para beber, caí enfermo en más de una ocasión, pero el deseo de que mi hijo creciera sin estar condenado me inundaba. ¿Qué podía hacer ahora?, ¿hasta dónde había ido a parar mi avaricia y mi sed de riqueza y fama? No podía creer que mi yo joven pudiera haber hecho un trato así. Me mataría yo mismo si pudiera por haber cometido tal acto de terrorismo contra mi heredero.

Por fin y tras mucho sacrificio, logré dar con una cábala conocida como los “maegi”, quienes dedicaban su vida al estudio y manejo de la hechicería más profundamente extraña. Ellos me podrían ayudar a devolverle lo que yo mismo le arrebaté a mi hijo.

Con estas palabras finalizo esta carta, que a partir de ahora se convertirá en diario, para narrar todo lo que de aquí en adelante acontezca.
Me llamo Sergey Petrov, y encontraré a los maegi para liberar el alma de mi hijo a cambio de mi propia vida si fuese necesario
”.

Así, el escritor, dobló la carta y posó la pluma en el tintero. Acto seguido, mientras dejaba secar la tinta de los pergaminos escritos, se levantó, apagó la vela y fue a acudir el llanto de su desalmado hijo, cerrando tras de sí la puerta que daba a su estudio.
Perturabo
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